Ya lo habían anunciado. Este verano vendría con pocas lluvias. Pero uno tiene con el servicio metereológico la misma actitud que con el GPS: le cree hasta ahí nomás.

La parte rata de mi ser, se alegró porque se dijo: “Si no llueve, vamos a gastar menos de jardinero”. Porque, claro, cuando llueve el pasto crece sin control. Fue una frase desafortunada, lo admito.

La sequía es desalmada. La tierra se endurece y abre como una herida. Los pájaros caen en picada del cielo, desahuciados. Los bichos y los animales, se guardan y esperan. Los mosquitos, por suerte, sin agua no se multiplican, ni todas las plagas que vienen con ellos. Las moscas casi no joden, no les da el cuero.

El verde de la gramilla, se retira poco a poco, y deja, a su paso, un rastro amarillo desierto. Las calles de tierra se hacen polvo y el viento sube y arremolina el polvo, como si Dios revolviera Nesquik sin leche. Las flores, las pocas flores que se animan a aparecer, no duran nada: el sol las quema, las prende, literalmente, fuego. Las napas de agua, bajan. En los pueblos, hay que subir el agua con bombas al tanque. De lo contrario, vas a tener que bañarte con la canilla de la plaza.

Cuando nos advierten del avance de la desertificación, y uno lee estos pronósticos agoreros en invierno, o junto al río, o en el mar, o con los pies sobre una alfombra de verde primavera, le parece en su fuero íntimo, como si hablaran de un planeta distinto. “Esto lo deben decir por Marte”, reflexiona. Sin embargo, el desierto está ahí a la vuelta de la esquina. Bajo nuestros pies. Basta con un mes de, como le decimos en el pueblo, “seca” para comprobar que este planeta tiene, de verdad, los días contados.

La vida en la Tierra llegó a su recta final. Ponerlo en duda, es cosa de tontos. Somos muchos, demasiados. Y estamos muy locos.

Se vienen tiempos de transpirar la camiseta. Y de vestirnos como beduinos en el desierto. En el futuro muy cercano seremos, más que seres humanos, un sinfín de churrasquitos a la plancha.