La relación se dio medio siglo atrás y fue fruto de un engaño. El tipo que los presentó era amigo de ambos y les había dicho que, luego del primer encuentro, los dos pidieron expresamente volver a verse. Cada tanto, cuando ese amigo llegaba a casa, él o ella me decían: “Este es Osvaldo, el tipo que nos mintió y mirá cuánto duró la mentira”.

Él, contador. Ella, maestra de inglés. El papá de él era comisario y lo veía poco y nada. El papá de ella tenía una fábrica de cuerdas de guitarra, la primera, si mal no recuerdo, de la Argentina y había levantado mucho dinero –tenían caserón en Wilde- pero la mamá de ella, tras su muerte, los malgastó.

La mamá de él había perdido una hija mayor siendo niña. Luego nació él. Y luego nació otra beba, que fue la luz de sus ojos. Y él quedó siempre relegado del cariño de mamá, haciéndose solo con amigos en la calle.

Las fotos en blanco y negro de su romance, la boda y el viaje de recién casados, los muestra frescos y primaverales. Y flaquísimos. El amor brilla en los ojos.

Ya casados, él le pidió a ella que no trabajara más con el inglés, y se dedicaría a la casa y a criar a sus hijos, que serían tres.

Ella no tenía idea de cómo llevar adelante una casa. No sabía cocinar. No sabía limpiar. Y arrojaba los fósforos al suelo con la esperanza, mágica de que alguien los recogería. Él trabajó durante muchos años en la Dirección General de Impuestos. Y ella hizo carrera en casa, aprendiendo todo desde cero. Él le exigía que, cada vez que regresaba del trabajo, todo debía estar listo: los chicos comidos, y en la cama, el plato de la cena servido, la casa limpia. Otros tiempos. Y ella cumplió. Él, en contrapartida, logró comprar un sexto piso amplio en una calle cortada de Barracas. Pagó, de su bolsillo, religiosamente un mes de vacaciones en La Feliz. Y a veces, cuando el año era bueno, escapadas de invierno a Brasil en familia.

Él ama desde siempre quedarse en casa. Parece un duro, pero es un tierno. Ella ama desde siempre salir a tomar té con amigas. Tiene desborde de amistades. Y llamarla para un cumpleaños al fijo es siempre un sinfín de ocupados. Él, en cambio, tiene tres amigos. Otros murieron. Y los ve, una vez a la semana, jugando paddle.  

Tuvieron años duros, donde se reprocharon todo y la relación pendió de un hilo. A veces el amor se enfrío y quedó, en su lugar, una gran distancia. Llegó un momento donde los tres hijos crecieron, formaron familia y partieron. Y ellos se mudaron a un departamento más pequeño. Bonito, luminoso y con vista –como el otro- a la cancha de Boca, a pesar de que ninguno de la familia era hincha del club –él, de hecho, es de River-. Con la partida, la casa se llenó de silencio. Y parecía que los años, a ambos se le vinieron encima.

Pero siempre siguieron juntos. Y la pareja nunca fue puesta en duda. Viejos códigos, dirá usted. Parejas de las de antes, sumará al argumento. No lo sé. Este mes, mis viejos cumplen 50 años de casados. Y yo, que fracasé en seguirles el paso, sólo puedo rendirles homenaje honrando su historia. Su lucha. Y su amor. Un amor que nació de un engaño. Y que lleva ya siete nietos a cuestas.