Se supone que la humanidad nunca estuvo, en toda su historia, tan bien comunicada como ahora. Se supone, digo. Porque, a decir verdad, si hay algo que nos falta es comunicarnos. No quiero entrar aquí en este sitio tan prestigioso, a reflexionar sobre las amistades virtuales, lo barato de tener amigos en Face, y la mar en coche. Quiero contar algo más humilde, más pequeño y más sencillo: mi problema serio y perjudicial con el mundo emoticón.

Empecé a usar emoticones de grande, ya cuando no me queda otra. Desde entonces, me había impuesto evitarlos bajo cualquier índole. Los acusaba de simplistas, reductores de vocabulario y, bastante boludones. Pero ahora, me descubro empleándolos con mis hijos, con mi madre, con mi esposa y con mis amigos. Y descubro que, muchas veces, meto la pata en el emoticón que elijo.

No es nada tremendo tampoco. Pero esto lleva a confusiones. El otro día, un persona de confianza a mitad de camino entre amigo y colega, me dijo: “No sé cómo tomarme este emoticón que me mandaste”. Y tenía razón. Yo venía usando el emoticón de la carita con el beso con corazón, para cerrar las charlas de gente tanto del primer círculo –familia y amigos- como del segundo –conocidos amistosos-. Pero esta persona del segundo círculo, luego de hacer esa advertencia, lo completó: “Te lo digo de onda, pero en ese emoticón hay una señal medio amorosa”.

Entonces miré por primera vez bien el emoticón al detalle: descubrí que la carita no sólo enviaba un beso como, creía yo, señal de afecto y hermandad. También guiñaba un ojo, pensé en ese momento, con cierta picardía. Y esto, concluí, le daba a ese emoticón un efecto de confusión que estaba lejos yo de pretender.