Días atrás se fue, señores, Tom Petty uno de los grandes paladines del rock. Cómo lo quiero y cómo lo escucho. Creció a la sombra de otros colososos como Bruce Springsteen y Bob Dylan –con quien formó un grupo fugaz y de culto, los Traveling Wilburys-, tal vez por eso, Petty no tuvo en la Argentina el protagonismo que se merecía. Sólo lo tenemos de oído de clásicos como “Free fallin”, “Into the great wide open” o “Learning to fly”, y la mayoría de nosotros ni siquiera sabemos que esos hitazos tienen la firma del gran Tom.

Para el resto del mundo, Petty es un héroe. El tipo que grabó 20 discos uno mejor que otro, celebró 30 años en la música, entró al Salón de la Fama del Rock, y le puso el pecho a causas humanitarias donde la mayoría de los rockeros miraban para otro lado. Dylan lo elegía a Petty y su banda como telonero de sus giras. Johnny Cash, en sus años finales, eligió varios de sus temas para interpretarlos –hasta Petty grabó con él y prestó su banda en su disco Unchained-. Todos sus camaradas rockeros veían en él un ejemplo de entrega a la música, más allá de toda moda, más allá de toda postura.

Escuchar los discos de Tom, sencillos, talentosos, pulentas, son un viaje de ida. Sumergirse en el universo de Petty es dejarse llevar por un guía sabihondo y honesto, franco y determinado, que hable de fracasados, ambiciosos, y gente que cae en picada.

Petty tenía voz atronadora, pelo a lo Carlitos Balá pero rubio, y una carrera que representa un ejemplo estoico de lo que es, verdaderamente, el rock and roll. Más actitud que reviente. Más ideología que minitas. Más nobleza que billetes. Te vamos a extrañar, Tom. Por un día los ángeles dejarán el arpa y tocarán la guitarra eléctrica en tu honor.