Cómo lo queremos a James Rhodes: ese sí que es un honesto brutal. Lo queremos porque hizo del piano una voz. Hizo de las torturas y abusos de su vida, una carta abierta contra los atropellos de este mundo. Lo queremos porque recuperó la vitalidad perdida en la música clásica, donde los intérpretes se han vuelto gente muy seria de traje y corbata, de la cual uno desconoce olímpicamente de sus vidas. Gente que parece que no le corre sangre por las venas. Una carrera competitiva para ver quién toca con mayor precisión piezas del año del jopo. Rhodes, nuestro querido Rhodes, voló con todo eso por los aires. Se volvió un músico vivo, vibrante, palpitante, un geniecillo joven que ahora se dedica a enseñar niños en el arte de la música. Que escribió sus memorias tortuosas como forma de quitarse demonios del cuerpo y fueron un suceso editorial.

Sus colegas pianistas de traje y corbata, como podrá intuir, lo odian. Lo quieren lejos. Quieren que la tapa del piano caiga sobre sus dedos. Quieren, en fin, que se calle la maldita boca. Pero, a Dios gracias, Rhodes no se calla nada. Y mejor aún: tampoco deja de tocar.

Rhodes pasó por la Argentina y regaló un concierto bellísimo en La Usina del arte, y un puñado de afirmaciones crudas y al grano en los medios culturales, acostumbrados a que nadie se salga nunca de la letra: “La música clásica está llena de humor, no de solemnidad”. “La imagen del músico atormentado es pura mierda”. Y “No se trata sólo de música, sino de salud mental. Es poder hacer algo sin depender de la app de un celular. Con la música aprendés habilidades para el mundo real: disciplina, confianza, atención y trabajo grupal”.

Larga vida a James Rhodes, el hombre que volvió del infierno, de la droga, el alcohol, del manicomio, de los abusos y de la mar en coche. Volvió para recordarnos que la vida es bella. Siempre y cuando su piano siga sonando.