Crónicas + Desinformadas

El tiempo no borra todo. A veces, también debilita todo. Si no, basta con ver lo que el tiempo hace con un puñado de obras que uno creía inoxidables for ever and ever.

No importan los años que pasen. No importa que haya vivido solamente 32 abriles. No importa que su disciplina no brille como entonces. Nada de eso tiene interés: Bruce Lee sigue más vivo que nunca. Se acaba de estrenar “Be water”, tal vez su documental más sólido y abarcador: un repaso pormenorizado por vida y obra del primer artista marcial que copó Hollywood, que incluye testimonios de familiares que, por primera vez, rompieron el silencio.

Interesado –por qué no embelesado- por las partes superiores y notorias de la gente, uno prácticamente olvida que tiene una extremidad perdida ahí abajo que lo sostiene en el mundo: los pies. Claro, no son motivo de orgullo, ni de status, ni de seducción. Los pies son meramente un medio de transporte en el escalafón del cuerpo. Y ahí quedarán. 

Si había pocos santos en esta tierra, con la muerte del gran Thích Nhất Hạnh, que acaba de morir a los 95 años, prácticamente ha quedado vacía de ellos. Qué enorme que era Thich aún cuando era pequeñito. Sin dudas, pocos monjes zen tuvieron su exposición global, su coherencia y su mensaje permanente de paz. Thich fue el equivalente zen al Dalai Lama. Medido. Espiritual. Impoluto. Poético. Siempre al hueso.

El ser humano es un bicho extremadamente frágil. Súbale unos dígitos la temperatura durante un par de días y enloquecerá. Primero, sentirá la pesadumbre propia del calor sofocante. Luego, la pesadilla de trasladar un cuerpo que se resiste y tironea hacia el sillón. Por último, el descubrimiento que revela una vida sin pileta, rodeada de asfalto, bondis, bocinas y transporte en subte que equivale a ser tragado por el mismo infierno.

Cuando era chico, digamos 14 o 15 años, yo quería ser como Rod Stewart. Bah, no sólo yo: todos mis amigos. Toda mi generación. Para ese entonces, Rod sacaba uno de sus discos más vendidos: “No funciona”. Aún recuerdo esa portada –yo lo tenía en casette-: Rod en una silla, la cabeza gacha, el rostro escondido y ese pelo puntiagudo que lo hizo tan famoso –luego me enteré que de joven, lo moldeaba con mayonesa-. Llevaba los jeans destrozados, 30 años antes de que se usaran los jeans destrozados. Y Rod era así, siempre lo fue: un adelantado. 

Despedimos años más o menos potables, más o menos críticos, más o menos dignos, más o menos triunfales. Y a todos ellos les dimos sus merecidos petardos, brindis, corchazos, fogonazo multicolor en el cielo. Los dejamos partir como quien se levanta de la butaca tras una película. Por más bodrio que haya sido, siempre encuentra forma de sacar alguna moraleja.

Habrá visto que hay carreras universitarias para todos los gustos. Antes, si no eras ingeniero, abogado o médico estabas frito. Hoy en día, sin embargo, no sólo la diversidad de carreras abunda además se sumó un ingrediente inesperado: la escuela de video game. No es broma.

No verá tanta bondad en sangre en el hombre occidental como en tiempos navideños. Se pone romántico, soñador, propenso al regalismo masivo. Toda ocasión es buena para un abrazo. O para justificar el brindis. 

Nadie conocía tantas historias demenciales como mi amigo. La tarde que organizó un casting de freaks –vino hasta un gigante genio de las matemáticas-, la noche que se le escapó una araña en un boliche, la vez que lo visitó Iggy Pop, sus tertulias con Luca Prodan. La última noche que vio a Polo antes de zambullirse bajo las vías del tren.