Crónicas + Desinformadas

Ya lo saben: el calor, y su ola a cuestas, arrastra con todo. Sacude cosechas, arrecia en las ciudades, genera picos de consumos eléctricos récord y su consecuente corte de luz, y bate con todos los récords. Subidones históricos, persistencias en el tiempo nunca antes vistas, y un verano que se vive como el más acalorado que hayamos vivido jamás.

La gente que piensa que irse de vacaciones es una llave maestra, un escape para salirse del estrés y la vorágine de una vida que se escurre por los dedos, está, por supuesto, muy confundida. Si creen que es cuestión de cambiar, de un día para el otro, el rumbo del coche. O si confían en que el mar hace maravillas, o el bosque o la montaña o por qué no, la misma selva. Entonces, vamos a repetirlo: esta gente está muy confundida.

Al principio se habló del corazón. Que el corazón mandaba. El corazón dictaba qué hacía uno o dejaba de hacer. Era el tiempo de la corazonada. Del corazón roto. Todo giraba en torno al corazón. Pero luego, vaya uno a saber por qué, escaló al cerebro. El mundo se pobló de neurocientíficos que, afirmaban, podían explicarlo casi todo: en ese lóbulo, tomamos decisiones. Con esa parte, sentimos vergüenza. Con esta otra, nos viene el miedo. Con esa de por aquí, nos inundan los sueños. Y así. 

Cada dos por tres, aquí y allá se planta el debate de bajar la edad de imputabilidad. Los asaltos, en especial en tiempos de crisis, están a la orden del día en todas sus formas: carterista, salidera bancaria, motochorro. Los criminales eligen, de acuerdo a su perfil, el abordaje del crimen que les sienta más cómodo y sobre todo con más posibilidades de éxito. No es común que un carterista luego se incline a la salidera bancaria o se haga motochorro, estas son disciplinas que, en líneas generales, permanecen y se estabilizan, al modo de gremios del mundo del hampa.

La ciencia parecerá siempre altisonante, contundente, categórica, concluyente. Sus sentencias resuenan como bajada de martillo. Sus representantes lucen como jueces que tienen, allá donde vayan, la última palabra. Basta con decir “científico” para que el conductor del programa lo escuche con atención, y su cuello
se tuerza un poco en sentido reverencial. La ciencia –qué duda cabe- es la nueva religión. El nuevo opio del pueblo.

Para que el nuevo año cale profundo en los huesos, modifique el alma, haga un by pass auténtico y posta a nuestras metas, antes de llegar nos debería dar un tiempito. Una pausa para pensarlo mejor. En el básquet, los jugadores lo saben muy bien: cuando las cosas se complican, el técnico pide unos minutos. El tiempo que sea necesario. Y entonces, ahí sí: vuelven a jugar, reagrupados, realineados, con el ánimo recuperado, pum para arriba. Todo deporte tiene su pausa su paréntesis. Pero no es así con la vida. Con el calendario que nos rige y empuja a seguir y seguir. Aquí termina el año viejo. Aquí, un minuto después, empieza el nuevo. Entre uno y otro, media un delicado segundo. 

Esta tendencia a etiquetarlo todo en pos de prevenir nuestros vicios y consumos tóxicos, quizás en poco tiempo llegue demasiado lejos. Y, lo que es aún más alarmante, ya no haya vuelta atrás. 

Por más que exista una flamante red 5 g, internet de la cosas. Por más que gane Milei, prometa ajuste y una Argentina nueva. Por más que gane Riquelme en Boca, y el verano pinte más lluvioso que la sequía del año pasado. Siempre habrá mosquitos. 

Una de las pequeñas perlitas de la asunción presidencial de Javier Milei fue el detalle canino de su cetro presidencial, también llamado bastón aunque no es por renguera claro. El orfebre, para rematar su obra, había labrado en la mismísima empuñadura el rostro de sus queridos pichichos. Entonces sí, el cetro tenía la forma e impronta del nuevo mandatario. 

Si hay un tema sobre el cual el mundo no se pone de acuerdo, y naufraga sin rumbo cierto, no es el manejo del equilibrio ecológico o el desafío o provecho de la inteligencia artificial, lo que realmente tiene en ascuas al ser humano a escala global es qué corno llevarse a la boca.