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Por Juan Terranova. Sábado. Hoy en la librería del Centro Cultural Conti, le recomendé Los pichiciegos a Alejo y lo iba a comprar. Pero la edición de Interzona salía casi doscientos cincuenta pesos. Así que lo dejó y agarramos Musulmanes de Mariano Dorr que costaba apenas cien. Creo que fue un cambio inteligente.

 

Sábado, más tarde. Me duermo mirando la televisión. Estoy cansado. Mañana elecciones. Luego, Dios dirá.

Domingo. Escuchando el Tannhäuser und der Sängerkrieg auf Wartburg.

Lunes. Leo que en el año 1980 un hospital de Las Vegas suspendió a un grupo de trabajadores que apostaban sobre el tiempo que los pacientes iban a tardar en morir. La clave es que lo hacían en Las Vegas.

Lunes, más tarde. Un día raro. Empiezo a escuchar sin ganas los cuartetos de cuerdas de Schubert que me suenan todavía muy clásicos.

Martes. Sigo leyendo, abandonando y retomando cuando puedo, El absoluto literario de Lacoue-Labarthe y Nancy. Hay mucho ahí. La selección de textos alemanes está muy bien explicada y justificada. Aunque el margen de error con obras tan nucleares es difícil. La alternancia de ensayo y fuentes rinde mucho. El viernes pasado Maria Nicola me regaló dos libros de Gadda en italiano.

Martes, media noche. Sin ganas de escribir. A veces pasa. Pierdo fuerza. Es una sensación mental y física. Pero las ganas de leer siempre están ahí. Bajan en intensidad pero nunca desaparecen. Escucho el disco de baladas de Coltrane.

Miércoles. El periodismo serio es banal. El periodismo bizarro, con su humor, con su picaresca a veces macabra, tiene verdad. Escucho la Sonata para piano en La mayor de Haydn tocada por Richter. Como lugar de grabación y ejecución se da Schliersee, en Baviera. Ciorán en los Cuadernos: “¡Estos ataques de cólera, de locura! Hago discursos que me agotan dirigidos a enemigos reales o imaginarios..., digamos reales, pero a propósito de incidentes imaginarios.”

Miércoles, casi medianoche. En un país ouija, respirando hoy cada vez más con la tabla ouija, preguntándole a los muertos sobre el futuro.

Jueves. Soñé que me invitaban a una fiesta de disfraces en Ramos Mejía, en una parte del barrio que no conocía. No iba disfrazado y eso me disminuía. En la fiesta, pensaba en un sombrero de cowboy que podría haber usado. (El sombrero era parte del sueño porque en realidad no tengo ningún sombrero de cowboy.) Después de algunos episodios confusos, salía de la fiesta y me olvidadaba donde había dejado estacionado el auto y encontraba una iglesia gótica hecha de ladrillos naranjas y llena de sombras. El alumbrado público la teñía de reflejos opacos, ocres, muy bellos y sus jardines descuidados me gustaban pero yo estaba angustiado porque no sabía cómo iba a volver a casa.

Jueves, más tarde. En el Museo hablé con Plácido de Bartok. Es muy difícil no coincidir en Bartok con un músico formado. También estuvimos de acuerdo en que Schumann no es gran cosa. Aunque él reconocía como válidas algunas orquestaciones.

Viernes. No hay un orden para leer. Fingimos un orden pero la lengua se ocupa de disolverlo. Creemos que leemos en función de un proyecto, de un materia, de una examen, o, contrario, cuando leemos de forma aleatoria, fingimos. Esas dos lecturas analizadas implican lo mismo, no se diferencian. Cuando leemos un libro, dejamos de leer otro, cuando leemos una línea, dejamos de leer otra línea. Y al mismo tiempo cada línea de cada libro nos remiten a otros libros y otras escrituras. La lengua es el lugar del caos. Somos ricos entonces solo en lo imprevisible y el gusto.