la marcha de los pingüinos

Por Cicco. En las vacaciones de invierno, no tuve mejor idea que ver con mi hijo Vicente un documental de la vida de los pingüinos. Uno famoso, ganador del Oscar, “La marcha de los pingüinos”. Fue una experiencia reveladora. No sólo para Vicente. Así descubrí como tanta películas de Pixar y Disney sobre animalitos alteran la noción en los chicos de que verdad y ficción.

 

“Papá, esto no me gusta. Así no es la vida de los pingüinos”, reprochó Vicente en un momento duro de la peli: cuando la hembra pasa el huevo al macho y una pareja pierde el huevo y se rompe. Un dramón. Luego, más adelante, en la parte más brutal del invierno, otra familia pierde a su pichón. Para Vicente, todo eso no era verdad. Mi hijo está acostumbrado a que los pingüinos canten y bailen o, como en Madagascar, organicen aventuras con una coordinación militar y cuenten siempre un chiste nuevo. No esto. No la vida misma. “Papá, además los pingüinos no hablan así”, insistió, mientras los veía graznar un graznido bastante fulero, no la melodiosa voz de los pingüinos de “Happy feet”.

Vicente tiene seis años. Ya sabe jugar al ajedrez con cierta destreza, y hasta jugamos juntos al Estanciero, pero estos genios de la animación lo tienen confundido. En tren de crear historias cada vez más vertiginosas, personajes cada vez más humanos, más domesticados, el cine se perdió de algo esencial: contarle a nuestros hijos la verdad de la milanesa. No es para tanto, al fin de cuentas, si hasta Disney allá lejos y hace tiempo, demostró que la muerte de un personaje en “El rey león” tampoco era un episodio que provocara una estampida de niños fuera del cine. Esta gente subestima a los chicos. Y piensa más en la franquicia de muñequitos articulados que venderá McDonald’s, a entender si verdaderamente no estarán hace tiempo pateando fuera del arco.

Claro, de tan graciosas y ocurrentes las nuevas pelis de Pixar, que uno se saltea de pensar estas cosas.

Con mi hijo no hubo caso, ni siquiera el final feliz de la peli con la hembra volviendo al hogar con comida pudo sacarle la frustración del drama. “Hay una mamá que va a estar triste”, me dijo. “Porque el papá perdió a su hijito”. Lo bueno de todo esto es que, después del mal momento, Vicente pidió: “¿Vemos hoy el documental de los osos polares?” La realidad siempre triunfa. Si no, fíjense lo que le sucedió a mi amigo Guido, que vino de vivir en Panamá de regreso a su Buenos Aires natal. Visitó el Museo de Ciencias Naturales con su hijita quien luego de ver los tucanes, le preguntó: “Papá, ¿por qué no se mueven los tucanes?” Acostumbrada a ver tucanes vivos en el barrio todas las mañanas, eso le parecía una locura. Aguante los chicos: tarde o temprano, ellos reconocerán la verdad. Y nosotros deberemos responder, como padres, por qué se la ocultamos durante tanto tiempo.