WHIPLAS Y AMERICAN SNIPER

Por Javier Porta Fouz. El cine americano, el de Estados Unidos de América, tiene una gran tradición de películas y personajes con alto nivel de profesionalismo. Más aún: personajes que no sólo hacen su trabajo con altos niveles de eficacia sino que buscan superarse, por motivos altruistas, por motivos hasta egocéntricos y egoístas, por otros motivos. La construcción o autoconstrucción de la excelencia es un tema que está en mucho cine americano. Dos de los estrenos de la semana pasada -ambas nominadas al Oscar en la categoría principal- son películas así sobre personajes así.

 

Francotirador (American Sniper), el largometraje número 35 del veterano Clint Eastwood, cuenta la vida de Chris Kyle, sniper de los marines en las guerras de Irak. Un tipo letal, leal, preocupado por salvar a los suyos. Un tipo en guerra. Pero además alguien con una habilidad para disparar en el blanco desde distancias improbables y también en circunstancias muy adversas. Eastwood hace una de sus tantas grandes películas, esas que parecen contarse con una facilidad y una fluidez que son parte, obviamente, de un estilo depurado en más de cuarenta años de experiencia como director y seis décadas de trabajo como actor. Y también seguramente gracias a su trayectoria como productor desde principios de los setenta y, como si todo esto fuera poco, también cantante y compositor y músico de varias de sus películas en el siglo XXI. Eastwood, como Chaplin y como John Carpenter, es un cineasta que sabe musicalizar sus propias películas, para que sean aún más propias.

Whiplash, el largometraje número 2 del joven Damien Chazelle, cuenta el período de formación de Andrew, un estudiante de música, un baterista que quiere ser uno de los grandes bateristas de jazz que el mundo (que Nueva York, es decir el mundo del jazz) salude como tal. Alguien con un objetivo que cada vez lo absorbe más. Lo obsesiona. Y esta obsesión se ve alimentada a los sopapos por su maestro, el tremendo Mr. Fletcher, que está convencido, entre otras ideas igualmente extremas, de que a la maestría en el jazz, a la maestría que vale la pena incluir en los libros de historia y en la memoria colectiva, se llega con un profesionalismo que vaya más allá del dolor, de la competencia, de la práctica. Mr. Fletcher puede hacer mutar la búsqueda de la excelencia en monstruosidad. O tal vez sea consciente de manera brutalmente clara del componente monstruoso de esa búsqueda.

Hay dudas expuestas por ambas películas sobre las implicancias éticas de las acciones de los protagonistas. Sobre cómo llegar a mejorar el trabajo, sobre los métodos, sobre la tragedia del trabajo de la guerra. Pero no hay dudas acerca de que un trabajo hecho mejor es, claro, mejor. Parece una obviedad. No lo es. Y el trabajo bien hecho -para un director de cine- está ligado a plantearse un cómo escribir -cómo dirigir- cada vez que se encara un proyecto. Clint Eastwood y Damien Chazelle son directores en serio: y en serio no quiere decir sin sentido del humor sino con capacidad de reflexión sobre su trabajo; es decir, con la capacidad, la imperiosa necesidad de pensar cómo hacer mejor su trabajo. Y si sus películas tratan sobre profesionales, profesionalismo y capacidad de mejorar el trabajo propio, su potencia se multiplica.